¡Hola!, soy Orfeo. No soy un dios, ni hijo de alguno de los dioses con las bellas griegas. Soy un mortal. Mienten quienes dicen que soy hijo de Apolo, el resplandeciente, aunque siempre lo quise como si lo fuera.
Aunque mi fama de músico y poeta ha trascendido los siglos, en realidad me hubiera gustado que me recordasen como sacerdote, adivino, tal vez como un médium, porque Apolo hablaba por mi boca. Eran famosas mis prédicas a favor de las enseñanzas de Apolo y en contra de los sacrificios incitados por algunos dioses que no vale la pena mencionar. Pero no, los libros han inmortalizado mi música, claro que exageran.
Lino, que también dicen era hijo de Apolo, me enseño a tocar la lira. Claro, yo la tocaba con maestría; pero eso de que los ríos paraban su cauce con mis notas son cuentos y las tempestades se apaciguaban con mis cantos son exageraciones.
¿Qué dónde vivo? Deberían preguntarme donde viví antes que esas mujeres, las bacantes, me mataran. No me mal entiendan, yo sé que algunos autores me han tachado de misógino, solo porque comprendí que… bueno mejor se los cuento después, apenas nos estamos conociendo y no quiero que me mal interpreten.
Actualmente habito en el Hades junto con mi esposa Eurídice, en los campos Eliseos, en una hermosa mansión junto con otros héroes griegos. Mi esposa mi trata bien… no puedo quejarme ella es atenta y cariñosa conmigo, pero extraño tanto aquellos días…
¿Qué más da? Voy a dejarme de papujos, de por sí, en este siglo en que ustedes viven… en todos los siglos, de eso puedo dar cuenta yo… han existido… han existido… pues bien voy a decirlo de una vez: relaciones sexuales entre hombres.
Claro, ustedes dirán que yo soy felizmente casado, que la ninfa Eurídice es muy hermosa, que estoy enamorado de ella. Si todo eso es cierto, pero a veces, dormido sueño con aquellos días antes de mi muerte a manos de esas malditas mujeres.
Algunos dicen que yo inventé que los hombres podían tener relaciones sexuales entre sí, realmente no lo creo, siempre ha ocurrido. En dado caso, yo no lo ideé; Apolo, el portador del arco, me lo comunicó. ¿Qué por qué me mataron? Porque alejé a sus hombres de sus “deberes maritales”. Sí, así como suena… Les voy a contar la historia.
Mi protector Apolo, dios fuerte como los rayos del sol, desnudo y cazador, tras varios años de vagar dolido por la muerte de mi esposa, me reveló en un sueño que debía construirle un templo. Al inicio yo no sabía de que se trataba… claro era nuevo en “esos” asuntos. Pero después, lo comprendí bien… muy bien dirían mis retractores.
Construí un templo en Tracia en el monte Pangeo, donde nací y vivía tras varios años de ausencia… pero no es como lo templos que ustedes conocen, donde se sientan aburridos a oír a sacerdotes hablar en contra del placer sexual, que erróneamente llaman contra-natura.
Todo lo contrario, yo predicaba que, para tener una experiencia mística con Apolo, era necesario satisfacerse sexualmente. Ahora calificarían mis rituales de orgía, pero a mí no me gusta esta palabra, suena a pecado. Pecado es el orgullo, creerse igual que los dioses. Además uno de los mandatos de Apolo era “”nada en demasía”.
En las celebraciones que yo oficiada, todos que daban “satisfechos”… bueno, excepto -claro está- las mujeres. ¡No! Claro que no es cierto, en mi templo nunca entraron niños, eso también son habladurías de mis oponentes.
Aunque no les he de negar que algunos jóvenes entraron en mi templo, escapando del control de sus madres, pero yo nunca los obligaba a nada. Apolo enojado habría mandado la peste.
El problema es que ellos -si claro yo invitaba solo hombres- quedaban tan satisfechos con mis oficios religiosos, que no cumplían con sus esposas y abandonaron completamente a sus concubinas.
En represalia, un amanecer, cuando yo oraba a Apolo, al sol naciente, me mataron. Esas malditas mujeres, llamadas las bacantes, incitadas por su enojo, esperaron a que sus maridos entraran en el templo donde yo oficiaba celebraciones de la aurora.
Se apoderaron de las armas que habían dejado fuera y entraron matándolos a todos. Esas furiosas mujeres me descuartizaron vivo y arrojaron mi cabeza al río Hebro, la cual llegó hasta la isla de Lesbos.
Pero no solo eso, tal era su enojo que comieron mi carne sin que les importaba que estuviera cruda, en represalia a mis enseñanzas de que los sacrificios eran perversos.
Las Musas, hijas del padre Zeus, recogieron lo que quedó de mi cuerpo y llorando enterraron mis restos en Liebetra, al pie del monte Olimpo, donde hasta hoy cantan armoniosamente los ruiseñores. Mi lira fue arrojada al mar, llegó a Lesbos y fue guardada en el templo al dios Sol.
Por la intercesión de Apolo, el resplandeciente, y de las musas, Zeus la colocó en el cielo como una constelación. A pesar de esos honores y de lo bien que me trata mi esposa aquí en el Hades, no sé por qué extraño tanto aquellos días…
Publicado en Gente10, Volumen XII, Número 71 (2006)
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