lunes, 7 de marzo de 2011

Recuerda nuestro pacto sagrado… San Polieucto




“Hermano recuerda nuestro pacto sagrado”. Estas fueron las últimas palabras de Polieucto antes de ser decapitado. No nombro a Paulina ni a sus hijos, me nombró a mí, Nearco, su hermano y compañero. Los dos éramos miembros del ejército romano, aunque vivíamos en Melitene, Armenia, y nuestro origen era griego.

No sé cómo llegué a considerar a Polieucto como mi hermano, pero las noches fuera de casa en las práctica militares, hicieron que compartiéramos la cama, el cuerpo y hasta el alma.

A pesar de que yo era más joven que él y de que realmente lo conocí por pocos años, me sentí tan unido a él, a su cuerpo y a sus convicciones, como si nos hubiéramos conocido desde siembre, como si fuéramos hermanos. Realmente, ambos creíamos vivir y respirar por entero en el cuerpo del otro.

Polieucto no pudo lograr que Paulina, su esposa, creyera en el único Dios: pero pudeo con afecto que yo, Nearco, su hermano en e afecto, pudiera creer en ese Dios de él, del cual no existen imágenes ni requiere sacrificios de animales. Por momentos, la duda me sobrecoge, ¿realmente creo en el Dios de los cristianos o simplemente creo en mi ampro por Polieucto?

La noche antes de que él se entregara a las autoridades imperiales, yo le confesé que creía en su Dios. Le dije que aunque la muerte nos separara, nadie sería capaz de disminuir mi devoción y el amor que nos tenemos uno por el otro. Él simplemente asintió con la cabeza y me dio un beso… el último antes de partir, antes de morir.

Yo débil como siempre ante las tentaciones de la carne, doblegué mi espíritu y mi fe en el Dios de los cristianos, para humillarme ante los altares de los falsos dioses. Polieucto, que siempre fue más fuerte que yo, no pudo doblar su rodilla ante el altar, ni su mano hacer libaciones con vino ni ofrecer incienso antes las mentiras que propaga Roma.

Él, con gallardía, se negó a hacer reverencias a los ídolos a sabiendas del afecto que traería. Sé que su confianza en Cristo y en nuestro encuentro en el Cielo, pudo más que su miedo a morir ¡Cuánto me hubiera gustado tener su fortaleza, pero no la tengo! Félix, su suegro y encargado de cumplir los edictos del emperador en Armenia, le nombró a su esposa Paulina y a sus hijos, dándole oportunidad para que recapacitara en su decisión. Todo fue en vano: su fé era inquebrantable.

¡Cómo lamento no haber tenido su fortaleza! Si hubiera sido así estaría con él en su Paraíso y no aquí solo con mi tristeza, solo con mi fracaso. No sé si él sea capaza de seguir amándome, no sé si Dios sea capaz del perdonar mis debilidades. Espero que para las generaciones venideras su martirio sea ejemplo para todos los creyentes y su vida sea recuerdo para todos los hermanos por afecto, o si una lápidad de silencio caerá sobre su heroísmo y sobre su nombre, como ahora cae sobre mí.


(Nota: es una versión muy libre de una historia real).

Publicado en Gente10, Volumen XIII, Número 74 (2007)

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